Suena la sirena del Instituto insistente y puntual, como si de una fábrica de papel o de un cuartel militar se tratara. Son exactamente las 9.00 de la mañana, y semejante estruendo es el encargado de marcar y unificar el principio y el final de las clases, evitando que los alumnos y profesores despistados, puedan saltarse a la torera su deber de puntualidad y responsable diligencia.
9.01 am.,
0 ºC en el patio del colegio, los alumnos encogidos por el frío aceleran el
paso para no llegar demasiado tarde, tratan de evitar la reprimenda e imaginan excusas. Algún profesor también incumple el mandato divino de la ruidosa
sirena. Mal ejemplo.
- ¡Buenos días chavales! - Hago acto de presencia de repente, de la nada.
- ¡Buenos días! - Responden ellos sorprendidos.
Los
jóvenes gigantones del Cola Cao, el Petisuis y los bocadillos kilométricos, se
agolpan en la entrada al aula impidiéndome el paso. Tan apenas se mueven, y a
empentones, logro alcanzar la puerta. La
cartera, los exámenes aún calentitos, recién salidos del horno y los libros que
mantengo torpemente entre mis frías manos, no me dejan maniobrar con celeridad.
Sacar las llaves, acertar con ellas y abrir la puerta, se convierte en mi
pequeña tortura matinal.
- ¡Bruum, Ruun, Plooff! (o cómo diablos se haga la onomatopeya de arrastrar sillas y mesas)
Ruidos
y más ruidos… parece que acaba de entrar el 7º de Caballería al completo; con
carruajes, cañones y soldados a caballo que arrasan con todo lo que se encuentran
a su paso, sillas, mesas e incluso en algunos casos, he oído decir, que hasta
el profesor ha sido salvájemente violentado y llevado por la corriente, por la
marea de hormonas andantes ¡Peligro avalancha!
Gracias
que uno es corpulento y se hace respetar. Primera llamada al orden, minuto 1º.
- ¡Chicos, chicos, CHICOOOOS!
- No entendéis que esto no son formas…
¡Bruumm!...
algún tardano siempre hace el último y desquiciante ruidito. Qué paciencia hay
que tener…
Ésta
deplorable y poco modélica entrada a clase, no es lo
habitual, solo se da cuando hay que recolocar convenientemente las mesas en el
aula, para evitar las confusas y equivocadas miradas del listo, del astuto o
simplemente de aquel que no ha estudiado. Solo ocurre cuando hay exámenes.
La
clase, mi clase, es de 5 m de ancho x 8 m de largo, lo que nos da, tras
elaborar una fácil operación matemática, un resultado, un espacio aproximado de
unos 40 m². En esa pequeña y fría clase intento desarrollar mi labor docente
todos los días. Hoy es uno más de esos días.
Adolescentes
nerviosos y angustiados, se presentan ante mí, perfectamente alineados en 3
filas de 5 alumnos cada una. Ahí están ellos, tan quietecitos que se les podría
hacer una foto con una cámara de mala resolución… y de repente, caigo en
la cuenta de que Jorge no está, mi cálculo aritmético se ha ido al traste. Ya no
son 15.
Jorge
tiene 16 años y un futuro por construir, pero él no lo sabe. No se ha dado por
enterado y deambula en un peligroso juego de hastío y desobediencia hacia todo
aquello que represente la autoridad. Esa misma que reclama en casa y que
nunca tubo por la ausencia demasiado temprana de su padre... por un maldito
accidente.
Pregunto
por él y nadie dice nada, nadie sabe nada de un compañero demasiado gris,
demasiado opaco y prescindible. Observo con preocupación ciertos comentarios
despectivos que enseguida atajo y reprendo. La herida está abierta.
9.05 am.
reparto los exámenes y leo las preguntas despacito para aclarar dudas e
interpretaciones equivocas. Da comienzo el examen, una pequeña penitencia
para algunos y un mero trámite que hay que pasar lo antes posible, para otros.
9.10
am. Los alumnos tienen 50 minutos para desarrollar el examen y demostrar todos
los conocimientos que atesoran. Y como suele ser habitual, siempre ocurre lo
mismo, las mismas frases;
- ¡Co, alguien me deja un boli, que no me funciona, co!
O la
tan manida:
- ¡Déjame el típex, co!
O la
duda de:
- ¿Profesor, se pueden contestar desordenadamente…?
9.15
am. Aprovecho la calma y la paz del momento, para observar a mis tutorandos, para
mirar las fichas y anotaciones que de ellos tengo… para hacer balance de lo
conseguido hasta ahora, en el ecuador del curso. Observo detalladamente gestos,
formas y expresiones que manifiestan los estados de ánimo y las ganas de
superar el PCPI por parte de algún valiente que luchará por vencer la desidia,
la pereza, la tontería, la incapacidad o las inclemencias emocionales que
muchos de mis "niños" arrastran desde hace demasiado tiempo.
9.25
am. Jonathan lleva 15 minutos en el limbo. El codo apoyado en la mesa soporta
con desgana la pesada cabeza que se desploma decidida y sin complejos hacia el
lado izquierdo. Pensé que en cualquier momento se derrumbaría, se vendría
abajo… como parece ser que ha hecho el grandullón de Jonás, como quieren que le
llamen. Un chaval de 16 años, que no paso de 2º de la ESO, con serios problemas
cognitivos y actitudinales que no se han podido, no se han sabido o simplemente
no se han querido corregir.
- ¿Jonás, que pasa…? Me acerco y le susurro al oído
- ¡No me creo que no sepas nada!
- ¿Para qué hemos estado repasando todo éste tiempo?
Me
quedo atónito cuando su ojos me miran como si no me reconocieran, como si las
dudas aclaradas y 100 veces repetidas anteayer, no fueran con él, como si su
mundo adolescente no tuviera clemencia y le abdujera tragándoselo entero. Autocanibalismo.
Me
retiro vencido pero no derrotado, como he aprendido a hacer tras muchos años en
ésta difícil profesión de desengaños y alegrías… relativizando siempre los
logros y también los fracasos. Sabiendo que nuestro mundo de lápices y gomas,
de tizas rotas e internet que no funciona, no empieza ni termina hoy. Y quizás mañana
sí, mañana Jonás… Cesar o Marcos me tomen en serio. Eso pienso, eso me alivia y
me mantiene sereno. Confiado en que ellos, mis mozalbetes, sabrán salir
adelante de una u otra manera…
Pero de
nuevo el subconsciente habla y una sensación extraña, un regusto amargo me dice
que no. Que las cosas se las estamos poniendo muy, pero que muy difíciles.
- ¡¡Riiiin!!
10.00
am. la escandalosa sirena me saca de mi letargo, de mis tristes pensamientos de
docente descontento, hastiado, fatigado y ninguneado. Y me recuerda, que haber
sido convenientemente estafado, engañado, vilipendiado e infravalorado por los
que nos tienen que apoyar, por los que nos tendrían que ayudar a ser mejores,
por nuestro gobierno… no me da derecho a dejar de cumplir con mi obligación, a
cumplir con mis chavales. Porque me obligo a pensar todos los días, que ellos
no tienen la culpa. Que ellos son el motivo por el que tú y yo decidimos ser
profesores. Porque creo que todos, por difíciles que se pongan las cosas, todos,
se merecen una oportunidad de progresar, de mejorar y de aprender... Todos se
merecen un futuro. Mis niños también.
Terminó
el examen. Los resultados ya se verán. La trampa siempre campa… y como al
mentiroso, siempre se le acaba cogiendo.
Ojeo
una respuesta de soslayo…¡¡ y Wert para creer!!
Oscar
Ara