Las sensaciones y
sentimientos que rezuma la profesión docente, es rica e intensa. Al fin y al
cabo trabajamos con personas jóvenes, rebeldes e inconformistas… descolocadas
en un mundo de adultos que no les entiende.
Cada profesional de la Educación sentirá su trabajo de forma
diferente y particular. Yo intentaré explicar brevemente mis inquietudes, sin
entrar en más cuestiones teóricas.
Todos los días me encuentro en mi trabajo con jóvenes fracasados
o adolescentes sin futuro, y no es que lo diga yo, así se autodefinen sin el
menor rubor. Convencidos de su realidad y desilusionados con lo que les depara
el futuro.
Verles cara a cara, observar sus miradas perdidas y vacías
de ilusión, me estremece y acongoja. Estudiar el lenguaje corporal que tan
abiertamente demuestran; acomodándose cansinamente en los pupitres, mirando
continuamente el reloj o por las ventanas del aula y demostrar una habilidad
entrenada, haciendo equilibrios con las patas traseras de la silla mientras
están sentados. Ofrece una visión desalentadora.
Saber de antemano por años anteriores y propia experiencia,
que entre un 30% o 40% del alumnado va a abandonar el curso antes de su
finalización, me entristece y llena de rabia. La sensación de impotencia y
frustración se apodera de uno. En esos momentos puntuales del curso, te sientes
un fracasado y un incapaz por no haber sido lo suficientemente hábil de otorgar
al alumno, aquello que te demandaba y suplicaba.
Ser profesor tutor durante todo un año escolar, de chavales
aburridos con el Sistema Escolar que se les ofrece, me carga de responsabilidad
y miedos. Cambiar las inercias destructivas de un alumnado acostumbrado a la
culpa, el desdén y la denuncia continua, no es fácil. Dar con la tecla que haga
sonar la primera nota, es la tarea que debo emprender para poder tener alguna
posibilidad de éxito.
Como ven, hablo de sensaciones, de sentimientos, del
corazón. De matices que fundamentan la educación para bien o para mal. Que
descarga en el docente una responsabilidad que no ha elegido y a veces le
supera, al no poder gestionar las situaciones
presentes con las suficientes garantías.
La carga pedagógica y profesional del tutor, va más allá de la consecución o no de
aprendizajes y conocimientos teórico-prácticos por parte del alumnado, eso nos
llevaría al fracaso seguro. No ha funcionado hasta ahora y no cambiará. La
responsabilidad exigible al docente en muchos casos, escapa a sus posibilidades
reales y aunque cuente con un equipo de colaboradores, cada vez menos, la envergadura
del problema en algunos casos escapa a las posibilidades de la escuela.
Evidentemente estos alumnos no eligieron ser “diferentes”
por motu proprio. Existen básicamente dos teorías:
Para el tutor, los problemas de aprendizaje del alumnado por
dificultades reconocibles y expedientadas, no es el problema. La verdadera dificultad
radica, en los alumnos con problemas de adaptación social al Sistema Educativo
vigente, que tienen un perfil más difícil de diagnosticar y que generarán el
mayor reto a combatir por el docente, como son:
Y un largo etcétera de problemáticas con las que se enfrenta
el docente año tras año, con la simple arma de la palabra, el consenso, el
pacto y el dialogo, que lleve al auto-convencimiento del chaval… a que todo
empieza por él. Respetándose, queriéndose y dejándose asesorar por aquellos que
de verdad quieren ayudarle a salir adelante.
El tutor, se convierte durante un breve pero fundamental
periodo de vida del adolescente, en el salvavidas donde aferrarse para
reorientar el devenir de su futuro próximo. Jóvenes acostumbrados al fracaso y
al menosprecio de todos, incluido (y eso es lo grave) el suyo propio. Les convierte
en unos irrespetuosos, fracasados y apestados, que hay que reconducir con
programas especialmente indicados para ellos. Los inadaptados.